Francisca Rojas fue condenada en 1892 en Necochea. Fue la primera persona en el mundo en la que se usó la detección de huellas digitales.
Por Luciana Soria Vildoza
La historia de Francisca Rojas significó un antes y un después de la prueba irrefutable. El 29 de junio de 1892 en un campo cercano a Necochea, la encontraron desmayada sobre la cama junto a los cuerpos de sus dos hijos, de cuatro y seis años. Los dos habían sido degollados y al recuperar el conocimiento, la mujer culpó a un vecino por el doble crimen. Pero había sangre por todas partes y el asesino había dejado su huella en el marco de la puerta.
Un método inédito inventado por el croata Juan Vucetich y la perspicacia que demostró el inspector que tuvo a su cargo el caso fueron las claves para descubrir la verdad detrás de los asesinatos de Ponciano y Felisa Caraballo. Su mamá los había matado y fue la primera persona en el mundo en ser condenada por las huellas digitales.
Una casa en silencio, la puerta cerrada y sangre por todas partes
El silencio que reinaba dentro de la casa de la familia Caraballo fue un presagio ensordecedor de que algo no iba bien, que después se transformó en un alarido cuando Ponciano trató de entrar a la habitación matrimonial y encontró la puerta trabada por dentro inexplicablemente.
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El hombre había llegado al domicilio junto con su vecino y amigo Ramón Velázquez y, entre los dos, tuvieron que derribar la puerta para recién entonces toparse con la imagen del horror. El rojo había teñido casi todo, los chicos estaban muertos y Francisca estaba desvanecida junto a ellos con un corte no demasiado profundo en el cuello.
En cuanto la mujer, que entonces tenía 26 años, recobró el conocimiento, acusó a Velázquez de haber intentado violarla y de haberla atacado a golpes con una pala, tanto a ella como a sus hijos, para llevárselos con el padre. El motivo, argumentó, era una fuerte discusión que ella había mantenido con su esposo horas antes de la supuesta agresión.
Velázquez fue careado con Francisca, que se mantuvo firme en su acusación. El caso parecía cerrado y el vecino fue detenido en el campo donde trabajaba y hasta torturado delante de los cuerpos de Ponciano y Felisa, las víctimas del doble crimen. Sin embargo, el hombre no se cansaba de repetir que era inocente.
El marco de la puerta pintado con sangre
Francisca gritaba a los cuatro vientos su versión de los hechos, pero el inspector que había sido asignado al caso, Eduardo Álvarez, empezó a dudar. Algunas contradicciones en la declaración de la mujer, cabos sueltos y por sobre todo la ausencia total de un motivo posible que llevara a Velázquez a convertirse en el verdugo de los hijos de su amigo.
La afirmación de la presunta víctima de haber sido golpeada con una pala por su vecino hasta perder el conocimiento fue uno de los detalles que llamaron la atención del investigador, ya que la herramienta apareció “doblada” en la escena del crimen. “Cualquier golpe que la torciera, no digo así, sino mucho menos, sería más que suficiente para producir una muerte instantánea”, explicó en aquel momento Álvarez.
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Tampoco le cerraba al inspector que Velázquez hubiera actuado con un cuchillo ajeno, según la declaración de Francisca robado de su propia cocina, y que después de cometer los crímenes lo dejara allí mismo escondido, entre las pajas del techo.
El asesinato en un cuarto cerrado por dentro que se transformaría con el tiempo en un recurso típico de la novela policial puso a prueba al investigador, que finalmente reparó en una marca particular en el marco de la puerta de la habitación: pintada con sangre, el asesino había dejado la huella de su mano.
La huella, la condena
La marca en el marco de la puerta, consideró el inspector, era demasiado pequeña para pertenecer a Velázquez. Más bien, parecía la mano de una mujer. Entonces Álvarez tomó la decisión que fue una bisagra en la historia de la criminalística mundial: desarmó la puerta, cortó el pedazo de marco donde estaba la huella y envió todo a La Plata, para que fuera revisado por Juan Vucetich con su novedoso método dactiloscópico.
El resultado del análisis del inmigrante croata fue contundente. Las huellas digitales afirmaban que la asesina de los dos chicos había sido la madre. “Esta mujer denunció el hecho indicando como autor a un honrado vecino, que pudo salvarse gracias a la impresión de los dedos del asesino, marcadas en un marco, coincidiendo exactamente con el dibujo digital de la desnaturalizada madre”, publicó la revista Caras y Caretas en su número 225, en enero de 1903, usando conceptos que entraron en jaque en el siglo siguiente.
La confesión y la condena
Bajo tortura, una práctica demasiado usual en esa época, Francisca Rojas confesó. “La única autora del hecho era ella”, dijo según la prensa de entonces, y explicó que “ofuscada porque su marido la había echado de su lado y le iba a quitar sus hijos, había resuelto matarlos, quitándose también ella la vida, pues prefería ver muertos a sus hijos y morir, antes que aquellos fueran a poder de otras personas”.
Un tribunal de Dolores la condenó en 1894 a “la pena de penitenciaría por tiempo indeterminado”. Para los jueces nada podía justificar “un delito tan atroz en el que la perversidad de sentimientos estalla sin un ápice de piedad contra sus propios e inocentes hijos”.
La otra cara de la verdad
Francisca Rojas fue la primera persona en el mundo en ser investigada por las huellas digitales, un sistema de identificación que había sido desarrollando en La Plata por un antropólogo croata que había llegado en barco a vivir a Buenos Aires 10 años antes del doble crimen de Quequén.
Esa es la historia oficial. Muchísimo tiempo después, más de 100 años para ser precisos, se supo que Francisca era una mujer golpeada y que su esposo, convencido de que lo engañaba, la había echado de la casa. Pero eso nunca ni siquiera llegó a la esfera pública.
Juan Vucetich, el creador de la huella dactilar, murió en 1925 por tuberculosis y hoy la escuela de oficiales de la Policía bonaerense lleva su nombre.